jueves, 17 de agosto de 2017

James y las aplicaciones

Abbie dejó a James. Abbie no estaba contenta con su vida. Abbie quería después de diecisiete años que su príncipe azul llegara y James no era su príncipe azul. Era solo un príncipe. Pero no el que ella quería. 

Abbie quería sentir las mariposas en el estomago eternamente y no entiende cuando todos le dicen que no existen. Así que Abbie está abocada al fracaso porque las mariposas no duran más que un día. Pero eso Abbie aún lo desconoce. 

Abbie dejó a James tras diecisiete años y un hijo. Aunque en realidad llevaba dos años enamorada de otros. Primero de uno, que James supo a tiempo y, reaccionando, supo rechazar. Y luego de otro. James lo supo. Pero sabía que todo estaba perdido. Porque había entendido ya que Abbie necesitaba algo que ninguna persona que estuviera a su lado desde siempre le iba a dar. Abbie necesitaba el espíritu de la aventura. Y tener una aventura con tu pareja de quince años y con un hijo de por medio es harto complicado. 

Después de dos años de noerestúsoyyo y nohayningúnotro, al fin Abbie tuvo las fuerzas necesarias para sentar a James y dejarlo. James ya estaba al tanto y se dejó hacer. Lo único que pidió es que, si era Abbie la que tanto deseaba romper la unión, que fuera ella la que se marchase. Que no lo obligase a él a quedar como el que abandona cuando en realidad no era así. James ciertamente estaba echando un órdago a la grande (irrisorio porque todos sabemos que James es inglés y no sabe lo que es un órdago). James perdió y ella decidió marcharse. 

Meses después de la marcha de Abbie, James decidió que era hora de salir de la negra desesperación en la que vivía y dedicarse a ser feliz. Pero James no era un hombre fácil, nunca lo había sido. 

James desde pequeño siempre se sintió atraído por los hombres. Ya con seis años quería casarse con su mejor amigo, aunque a todo el mundo le decía que le gustaba una niña del colegio con la que apenas hablaba. Años después, todavía con diez años y distanciado algo de su mejor amigo, se asombraba al ver que David le enseñaba en mitad de clase, al fondo, donde nadie les veía, su pequeña pollita de diez años. Le encantaba. Y a David también. 

Pero los años pasaron y David ya no estaba y los escarceos amorosos de la edad llevaron a James de un lado y de otro. Realmente para James no era algo a tener en cuenta. Estaba convencido de que él era perfectamente capaz de estar con los dos sexos y que dictaban más las ganas en cada momento y con cada persona que otra cosa. Aún así, siempre le habían atraído muchos más hombres que mujeres, llegada la adolescencia. 

Pero tras varios hombres, llegó Abbie. Resuelta, preciosa, fuerte y segura. James acabó enamorado de la persona que nunca hubiera pretendido enamorarse. Acercarse al sol trae sus consecuencias y James, tras diecisiete años quedó eclipsado. Sin amigos, sin conocidos. James era solo Abbie. 

Cuando Abbie se marchó James decidió brillar por sí mismo. Pero cuando la luna resurge tras el sol, no es más que una sombra. Y James eso no lo había previsto. Le costó tiempo reencontrarse y hallar de nuevos apoyos con los que ir saliendo al cielo estrellado a lucirse. Al final consiguió una buena imitación de sí mismo. Y con el tiempo consiguió volver a ser el propio James. 

Sin embargo sentía que era necesario retomar su gusto por los hombres después de diecisiete años con una mujer. Al fin y al cabo, siempre había echado de menos esa parte sexualmente. Tenía ganas de hombre. Habría que decir que los últimos años con Abbie habían estado escasos. Con lo que no solo es que tuviera ganas de hombre. Es que andaba falto de sexo. Y eso que, durante el tiempo que estuvo con Abbie, nunca había estado falto ni de hombres ni de sexo. Hasta el final. No le hizo falta y no los echo de menos. 

Entonces fue cuando James se enfrentó a la realidad. La realidad es que estaba completamente fuera de lugar. Conocer a un hombre al que llevarse a la cama era difícil. O por lo menos eso le parecía a la mente pacata de James. Así que se apuntó a todas. 

James bajó en su móvil toda aplicación existente para conocer gente. No le faltó ni una.  Al principio solo eran dos. Las más conocidas. Gracias a una encontró a un chico que se enamoró perdidamente de él a los cinco minutos. Tras varios días enviándose mensajes de texto, ya había decidido dónde sería la boda, cuantos invitados habría, el color de las flores y decenas de cosas más de las que James no tendría que preocuparse. Quedaron para conocerse en persona y James de repente pilló una gripe ficticia muy virulenta que lo dejó en la cama hasta más ver. Gracias a los benditos virus, las ideas de boda desaparecieron y el señor mequierocasarcontigoya también. Agobiado por tan pronta resolución matrimonial, dejó las aplicaciones por un tiempo. 

Pero recayó. Llegó el peluquero. James tenía un imán para los peluqueros. Sería su pelo gris, sus incipientes entradas o sus rizos aguados. El caso es que era un sex symbol para el gremio.  

El peluquero apareció guerrero. Insistió hasta que tuvo a James en su casa con la promesa de una amistad y unas risas. Era divertido y risueño. Una loca excéntrica de pelos azules. James había bebido aquella noche, intentado ahogar sus penas. Y el peluquero supo aprovecharlo. Hasta que James se metió eso en la boca. Decepcionante. Poca cosa. Tan poca que pareciera flácida. Pero no, estaba enhiesta. Si no llegaba ni a la mitad de la boca. Ciertamente o James tenía una mandíbula enorme o aquello carecía de volumen. Decepcionado, James salió de allí con el orgullo por las nubes. Así de contradictorio conducía de camino a casa. 

Siguió bajando aplicaciones porque las había a decenas. Visto que en las primeras solo había locos y salidos, decidió probar unas cuantas más. Allí encontró a Simon. Simon no era peluquero. Era administrativo. Francófono (dos años en Burdeos), culto, listo, ojos verdes. El tío perfecto. Para James al menos. Dos semanas estuvieron hablando. Mayormente por teléfono porque Simon no era de escribir. Lo pasaron bien. Hasta que un día sincerándose James le contó que le gustaba escribir. Le mandó sus poemas antiguos y también varios relatos. Al día siguiente le envió un poema que había escrito sobre sus ojos, que en cada foto parecían cambiar de color. 

Simon no contestó. Tres días habían  pasado ya. James habría imaginado cualquier cosa. Desde un estás loco, hasta un "me encanta", pasando por un gracias. James habría encajado el "estás loco". El porqué un tío que no me conoce escribe sobre mis ojos. El cómo puede ser que alguien quiera conocerme y alguien quiera escribirme una poesía sin haberme visto nunca. James lo habría entendido. Porque los ojos los había visto, pero a él, nunca. Habría compartido el "me has enamorado". Porque James sabía que él mismo era especial. No cualquiera. Tenía algo. Llamémosle cultura, saber estar, inteligencia o pedantería. No algo común. Y James era consciente de ello y además, no quería ser común. Y habría esperado un gracias. Mera formalidad. Entre el "te quiero conocer" y el "tengo miedo". Y también lo habría entendido. Ya le había pasado antes con Alex, su Alex, no el de Marie. Pero esa es otra historia.  

El silencio en cambio, no. James no lo aceptaba. No lo entendía. 

No le había ofendido. No le había dicho nada malo. No le había faltado al respeto. 

No le había acosado, no le había presionado, no le había forzado. 

Era una poesía. Tonta. Incluso mala. (Literariamente dejaba bastante que desear y de eso James entendía bastante). Le hablaba a unos ojos que parecían cambiar de color y a los que le hubiera gustado conocer más. 

James no sabía qué pasaba por la cabeza de Simon para no decir nada. Pero estaba dolido. Y ya no volvió a saber de él. 

Y entonces llegó Charles, el cocinero. Todo risas. Todo pollas y fotos subidas de tono. Todo alegrías y fiestas. Y James no se veía con fuerzas. Así que postergó la cita hasta que ya no pudo decir no. 

La polla seguía siendo chica. James realmente se estaba viniendo arriba. Pero poco pudo hacer. Charles se dedicó a darle largas toda la noche y a decir que solo quería dormir abrazados. James quería más. Mucho más. Pero al final no pudo catar varón. 

Luego vino Xavier. Abogado. Luego economista. Luego doctor en biología. Había sido de todo con 34 años y empezaba además estudios en publicidad el siguiente semestre. Un portento. Un saber estar. Trabajador, cariñoso (tal vez demasiado), resultón y con una ruptura tan cerca que todas sus fotos en las aplicaciones incluían a su novio anterior. Manipulador hasta más no poder. Sabía los tiempos, las maneras de entrar. Pero James se dejó querer. 

Pero al mismo tiempo llegó Harry.  Traductor. Le enamoró. Le recitaba poemas de Kavafis en el original griego. Y de Safo. Y le despedía por las noches en turco y en persa y en islandés. No había tenido un trabajo serio en su vida. Vivía con sus padres. Pero a James le parecía divertido e interesante y quedó con él. 

Xavier notó que algo pasaba porque James dejaba de responderle a los mensajes. Al final supo que James había quedado con el traductor. Torpedeó el encuentro como pudo y consiguió que James fuera a verlo a Manchester en vez de ir a Reading, donde vivía Harry. Sin embargo después de colgar por teléfono pidió dos favores a James. El primero que le contara siempre qué le venía a la mente para que pudiera saber cómo actuar. Sobre todo si quería conocer a otro chico. Y seguidamente que no fuera a Manchester. Que tenía que prepararse la cita. Había pensado algo especial y no podría prepararlo si era de un día para otro. 

Así que ese día al final James se quedó solo. Sin Harry y sin Xavier. Buscó datos de Xavier por todas partes y descubrió que era un farsante. Además de que ya le había parecido que era un manipulador. Estuvo todo el día dando vueltas por Londres porque Alex y Marie estaban ocupados y no podían atenderle. Se sintió tremendamente solo pero sabía que era una cosa que debía resolver él y al final agradeció la soledad. Y decidió dos cosas. La primera, que se habían acabado las aplicaciones. Si debía conocer a alguien lo haría a la antigua usanza. La segunda, que se está mejor solo que mal acompañado.